13 junio, 2013

Día del padre, lado B.

Siempre creí que los padres no podían estar, bajo ningún punto de vista, preparados para la pérdida de un hijo. Es biológicamente incorrecto, no debería suceder, no es lo lógico. Por ende, es casi inentendible si sucede y una de las pocas cosas que si pasan, no pasan. En cambio al revés, siempre supe que algún día iba a pasar.. Que algún día, y siempre pensaba ojalá que falte un montón, uno de mis viejos se iba a ir, y después el otro. Pero siempre también pensé que sería lo suficientemente grande, que estaría preparada para que sucediera, que iba a ser fuerte y valiente, que me iba a poder sostener de pie, que iba a ser “lo normal”;  obviamente me iba a doler, pero era la inevitable rueda de la vida, el destino, lo biológicamente correcto, coherente, lógico, normal. Pero como siempre, la vida te tiene sorpresas. No sólo no estaba preparada para vivir lo que viví durante los 8 meses que mi viejo estuvo enfermo. Si no que no puedo superar, a casi un año de su partida, el hecho de que ya no esté (y creo nunca superaré).

Lo peor de todo es que, viste cuando compartís mucho tiempo con una persona como un amigo, o un novio o novia,  y después te peleás.. Y cada tanto pasás por algún lugar y te acordás que ahí iban a comer, que por acá pasaban siempre, que en esa parada de subte se dieron un beso que hizo que el mundo dejara de girar y te ponés un poco meláncolico, recordás con un poco de tristeza y otro poco de alegría. Pero de última, sabés que podrías mandar un mensaje, llamar, hablar, o simplemente cruzarte con esa persona en algún lugar que se frecuente. Pero con mi viejo es mucho peor. Lo recuerdo cada vez que me subo al auto y pienso: “al final, tanto que hinché con el auto, ni siquiera lo vio” o “manejo bien, papá estaría re orgulloso”. Lo recuerdo cada vez que entro a casa y miro para la habitación, automáticamente y primeramente a su lugar vacío en la cama (acostumbrada a verlo en cama durante meses). Lo recuerdo cada vez que paso por Caballito porque ahí me esperaba para traerme a casa después del trabajo. Lo recuerdo cada vez que subo a la Gral Paz, porque me llevaba todas las mañanas cuando trabajaba en Belgrano para que no tenga que viajar apretada en el tren. Lo recuerdo cada vez que me siento a la mesa y alguien pide sal, acostumbrada a que mamá cocine sin sal por papá, y que papá siempre le terminara agregando más sal que todos. Lo recuerdo cada vez que pienso que debo la tesis, y lo mucho que le hubiera gustado verme recibida. Lo recuerdo cada vez que creo que alguien me gusta y que quizás puede llegar a ser la persona que quiero a mi lado, y ahí me pregunto si realmente esa persona me haría feliz como yo quiero y necesito que me haga feliz (es que mi viejo una vez le dijo a mi mamá que él quería verme feliz y entusiasmada por estar de novia con alguien, que así era el amor, porque él vio antes que nadie cuando  yo no estaba siendo feliz). Lo recuerdo cada vez que veo una mirada triste, porque fue la mirada que sostuvo el último tiempo. Lo recuerdo cada vez que veo una mirada llena de amor, porque es como él me miraba, y el recuerdo de su rostro iluminado al verme cada vez que llegaba a casa es el recuerdo que más feliz me hace desde hace tiempo. Lo recuerdo cada vez que digo que me quiero ir a vivir a Córdoba, que es mi lugar favorito en el mundo, y es el lugar donde mi viejo me llevó desde chiquita de vacaciones y donde el pasó tanto tiempo de su vida. Y así, mil situaciones, ejemplos, pensamientos más.

Creo que lo recuerdo a cada instante, lo pienso casi constantemente. Y es doloroso, porque ya no está. Y a diferencia de alguna persona que por elección propia ya no está en nuestras vidas, no puedo llamarlo, no puedo verlo, abrazarlo, decirle que lo quiero, que lo extraño, que lo necesito, no puedo pedirle perdón por las cosas que hice mal, ni contarle los logros de los que sé que estaría muy orgulloso.

No puedo sacarme el nudo de la garganta. No lo puedo largar, tampoco lo puedo tragar. Está ahí, siempre presente, a flor de piel. Con el llanto al roce del aire. Con la mirada perdida en cada momento desocupado. Con mil palabras sin decir. Quizás debería dejar de sentir culpa. Pero es difícil, casi tan difícil como pensar la vida que me queda sin él. Casi más difícil que avanzar. Dicen que el tiempo cura todas las heridas, que todo pasa, que siempre todo es para mejor. Siempre lo creí, creo que aplica para la gran mayoría de las situaciones de la vida, REALMENTE LO CREO, pero no para la muerte de alguien tan importante en nuestras vidas como son nuestros viejos. ¿Cómo puede alguien creer que la pérdida de uno de tus padres,..., que esa herida algún día se cerrará? Es imposible. A lo sumo, me acostumbraré a que alguien me falte, y con ese alguien me falte de todo y me sienta incompleta y con un dejo de tristeza. No lo veo como algo malo, es parte de lo que digo siempre, de aprender, de crecer, de madurar, de la vida. Es la rueda de la vida. Pero me pregunto lo que pregunté una vez cuando era chiquita: ¿por qué no podemos vivir eternamente sin que nadie se nos vaya y vivir felices para siempre?

No todo se supera, no todo pasa. Tal vez es que simplemente nos acostumbramos a vivir sin determinadas personas a nuestro lado, nos quedamos generalmente con lo más lindo guardado en un precioso pedazo de nuestro corazón, y a seguir la vida. Sé que es lo que le gustaría, aunque  no nos decía las cosas, estoy completamente segura de que lo que más le hubiera gustado era vernos a todos juntos, y felices. 


Es difícil ser feliz sin vos, pero no puedo no intentarlo. Eso es lo que te regalo. Pero lo que no podés pedirme es que no te extrañe. 


No hay comentarios.: